¿Qué hay por aquí?

29 julio 2012

El grito del tiempo

Hace años, muchos años, cuando aún era una jovencita ingenua e ilusionada que empezaba sus estudios de filología con grandes expectativas de futuro, asistí a un recital de poesía de un autor cuyo nombre no logro recordar. Todo lo que puedo mencionar es el aburrimiento que me provocó aquella lectura de poemas que hablaban reiteradamente del tiempo, del paso de las horas, eternas unas veces, fugaces otras, de caballos que galopaban hacia un confín infinito y se dispersaban a través de los años… Y cosas así. Me sentí como si estuviera en el fondo de un reloj de arena y, poco a poco, me inundara una nube de polvo blanquecino que hacía humedecer mis ojos y me asfixiaba. Un sopor aplastante es, básicamente, lo que recuerdo.  

Al salir del recital, la opinión generalizada fue la misma: «¡Qué tío más pesado! Que si el tiempo, que si los caballos…». Al día siguiente, y en días, meses y años sucesivos, ya ni recordaba haber asistido a tal acto, me olvidé del nombre de aquel poeta, de su cara e incluso de la gente que me acompañaba aquel día; gente ilusa como yo, ávidos lectores, sensibleros y rancios con quien creí tener gran afinidad pero que, como tantas otras personas, acabaron quedando a buen recaudo en el cajón del olvido de mi mente. Es ahora cuando, sin saber por qué, recuerdo y entiendo a aquel poeta anónimo igual que cierto día, pasada la adolescencia, entendí la sabiduría de mis padres. 

Ahora entiendo la desazón al observar el paso del tiempo delante de mis narices, dándome collejas o riéndose de mí por permanecer estática, por quejarme constantemente sin ofrecer nada a cambio. Entiendo el desaliento que provoca la conciencia de nuestra propia degradación humana, la desgracia que genera en nosotros mismos la imposibilidad de ciertos deseos, aunque nos empeñemos en sonreír y pensemos que con los años mejoramos, como el buen vino. Al contrario, los años nos hacen más mezquinos. La experiencia y el conocimiento son sinónimos de insatisfacción.  

La imposibilidad de volver a ser pequeña o una joven despreocupada y el contacto directo, debido a mi trabajo, con gente anciana cada día, hacen inevitable el pensamiento de que nada puede ir a mejor. Me resulta curioso, también, comprobar que cuando mejor me van las cosas, cuando más a gusto estoy con mi vida, más pienso en lo triste que es hacerse mayor y aumenta mi miedo a equivocar decisiones que no me permitan volver atrás. Aún soy joven, con plenas facultades y sexualmente activa pero, cada vez más, me preocupa no ser como fui, ni poder ser en el futuro como siempre he querido ser y me pesa esta sensación constante de conformarme con un presente que no está en mi mano cambiar. 

Hoy he rescatado de ese cajón del olvido mental, un disco que marcó mi niñez. Mi primer contacto musical en serio, más allá de las canciones infantiles, fue de la mano de Duncan Dhu y, en especial, de su disco El grito del tiempo, de 1987.  




Mikel Erentxun me fascinaba (fue mi primer amor, junto con Chema, el panadero de Barrio Sésamo) y recuerdo tardes enteras escuchando este disco, haciendo una especie de pictogramas con las letras de las canciones. Supongo que debido a la edad (tenía unos seis o siete años) no las entendía como las puedo entender ahora, pero esta canción, por ejemplo, era de mis preferidas, me parecía tristísima pero bonita a la vez, igual que ahora me lo parece la vida, en general. 

El sentido de tu canción

No hay comentarios: